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> Los Colores de la Carne
Comisario: Joan Fontcuberta
Del 4 de octubre del 2007
al 6 de enero del 2008





 


 

 

Las políticas de representación del cuerpo han merecido durante las últimas décadas una atención recurrente tanto en el mundo académico como en el del arte, y la consolidación de una perspectiva feminista dentro de lo que en el mundo anglosajón se conoce como Cultural Studies desde fines de los 60 y principios de los 70 ha contribuido a renovar sus modelos de representación. La cosificación del cuerpo, pero sobre todo su tratamiento como mercancía, ha centrado una buena parte de los análisis, necesariamente multidisciplinares, que mediante la intersección de disciplinas dispares (política de géneros, psicoanálisis, postestructuralismo, sociología de los media, antropología, postmodernismo, etc.) articulaba el debate ideológico entre ética y estética.  

En ese contexto el tema de la prostitución y del comercio sexual ha sido reflejado por la cámara, a veces incurriendo en un burdo voyeurismo pero otras con un plausible esfuerzo de interpretación crítica. Para este cometido, la fotografía, en su formato documental, se ha situado en un doble plano: primero, como información visual aportando datos de estudio que escapan a una descripción verbal; y segundo, como vía en la que basar un proyecto de expresión personal, es decir, un proyecto “artístico”. A lo largo de la historia diferentes corpus fotográficos documentales han traslucido múltiples sensibilidades hacia ese fenómeno social. En la época de esplendor de las cartes de visite, pasada la mitad del siglo XIX, para las incipientes fotos pornográficas los fotógrafos reclutaban a sus modelos en los burdeles, aunque, claro está, las imágenes no las identifican como prostitutas para no echar a perder el candor pictorialista que se pretendía. Será ya en las postreras décadas de ese siglo cuando retratos y desnudos se desprenden del aura artística para documentar con crudeza el comercio sexual y sus protagonistas. Así las fichas policiales que Francis Galton utilizara para fundamentar las leyes de la eugenesia o “darwinismo social”; catalogadas en burocráticos archivos, estas fichas compendiaban los rasgos fisiognómicos de diferentes categorías de delincuentes y transgresores de la moral victoriana que, junto a asesinos, estafadores, violadores y pederastas, incluía al colectivo de las prostitutas. Este tipo de registro clasificatorio persistiría posteriormente como forma de control policial y sanitario, definiendo a la postre el modelo de foto de identidad. En las antípodas de ese despiadado material gráfico se encuentra la visión sublimada de los burdeles del barrio de Storyville, en Nueva Orleáns, que E. J. Bellocq realizara hacia 1912. En magníficas puestas en escena Bellocq nos presenta a las estrellas de las bulliciosas casas de citas como sensuales odaliscas. Un largometraje del realizador francés Louis Malle ofrece una versión dramatizada de esa etapa de la vida de Bellocq: Pretty Baby (1972).  

Ya más entrado el siglo XX, Eugène Atget recorrió las calles de París cámara en ristre dejando constancia de las gentes y las arquitecturas que las poblaban. Walter Benjamin escribió de él que fotografiaba los lugares como si fueran escenarios de un crimen, y los surrealistas lo erigieron en mito por su estética del abandono. Para Atget las prostitutas son tan consustanciales a la vía pública como las aceras o las farolas: de ahí esos retratos lánguidos y cariacontecidos que personifican espectros de una ciudad fantasmal. Con el auge del fotoperiodismo moderno a partir  de la época de entreguerras, los reportajes de los bajos fondos y de la vida nocturna se diversifican multiplicando sus enfoques, desde Henri Cartier-Bresson a Christer Stromholm. Fue quizás Brassaï quien sacó mayor provecho del tema condensándolo en su intenso libro Paris de nuit (1933).

A medias entre el testimonio directo perseguido por la foto de prensa y los misterios preconizados por los surrealistas, Brassaï proyecta un realismo escenográfico que tiñe el entorno y revela un cierto sentido mágico escondido bajo el manto de la realidad. En fin, en España tendríamos el caso paradigmático del libro de Izas, rabizas y colipoterras (1964) con imágenes de Joan Colom y texto de Camilo José Cela. A diferencia del tratamiento novelesco y cómplice de Brassaï, Colom ejemplifica la cámara oculta, la percepción indiscreta, el robo de la intimidad sin poesía alguna, la brutalidad de la mirada del espía no exenta, no obstante, de dosis de humor e ingenuidad.  

Hasta este punto, la nómina fotográfica ha sido exclusivamente masculina. Sin embargo, desde los 70 el panorama presenta síntomas de cambio que son consecuencia del proceso normalizador de incorporación de la mujer en el mundo profesional y artístico: a partir de ese momento mujeres fotógrafas participarán en las tareas de documentar el tema de las trabajadoras del sexo. Autoras cuya mirada, como es lógico, entrevé otro tipo de valores, los cuales justamente esbozarán el hilo conductor de la exposición Los colores de la carne. En general estas autoras no se plantean el tema desde la alteridad sino desde un sentimiento de pertenencia. No hay ni escarnio ni crítica paternalista sino una voluntad de mostrar ese fenómeno desde la comprensión y la solidaridad. La retórica visual sigue a ese planteamiento con rasgos fácilmente discernibles, siendo el principal la voluntad dedes-erotizar el cuerpo, de alejarlo de sus codificaciones como mercancía.

Frente a la avalancha de una iconografía de consumo masculino (erótica, pornográfica, publicitaria, etc.) las mujeres fotógrafas rehuyen los elementos efectistas (detalle, color, primeros planos, etc.) y los sustituyen por una visión decididamente austera. Tal vez el elemento más característico y perceptible de esa estética de resistencia sea justamente la ausencia de color. El blanco y negro ha sido lo normal dentro de las posibilidades lógicas y técnicas de una época: durante décadas los procedimientos de fotografía en color resultaban difíciles de controlar y los fotógrafos exigentes casi se veían forzados a decantarse por la imagen monocromática. Pero sin llegar a las posibilidades que hoy nos ofrece la tecnología digital, desde los años 70 la industria fotográfica desarrolla nuevas emulsiones y sistemas de revelado que, aunque concebidas preferentemente para el mercado de los aficionados, mejoran y simplifican sustancialmente las posibilidades de control de los resultados. En esa nueva tesitura la opción entre el blanco y negro o el color ya no es técnica sino retórica. Frente a los vistosos reclamos publicitarios y frente a las glamourosas revistas de papel couché, en unos momentos en que la fotografía en color parece más “natural”, automática, popular, económica y masificada (pensemos en los álbumes de familia, en la foto turística y de viaje, etc.), esas fotógrafas se aferran al blanco y negro como gesto político de respeto y como signo de neutralidad descriptiva.  

Bajo estos parámetros se ha reunido aquí una selección de ocho autoras que, en su conjunto, ofrecen una panorámica completa sobre el comercio sexual en sus múltiples ámbitos y desde estilos y estrategias muy diversas. Todos estos proyectos, menos el último, han merecido publicaciones monográficas, que ordenadas cronológicamente son las siguientes:  

Carnival Strippers (1976), de Susan Meiselas
Nächtlicher Alltag (1980) y Dialogues de Nuit (1981), de Jane Evelyn Atwood
Das ist ja zum Peepen (1983), de Elisabeth B.
La Manzana de Adán (1989), de Paz Errázuriz
Dirty Windows (1996), de Merry Alpern
The Lusty Lady (1997), de Erika Langley
Sexo Servidoras (2000) y Plaza de la soledad (2006), de Maya Goded
Noches de San Valentín en El Edén (2007), de Alicia Lamarca

Con todas estas series, Los colores de la carne aspira a dar voz (y ojos) a las mujeres, para que puedan ofrecer su versión de una problemática que les incumbe, pero también para que todos, sin distinción de género, comprobemos cómo la gestión de la mirada implica poder. Porque, como sostenía Susan Sontag, toda mirada señala una perspectiva ética.  


Susan Meiselas, Carnival Strippers, 1976


Jane Evelyn Atwood, Dialogues de nuit, 1981


Erika Langley, Dressing room self-portrait, 1995


Merry Alpern, Dirty Windows, 1996


Elisabeth B., Das ist ja zum Peepen, 1983


Maya Goded, Sexo Servidoras, 2000


Paz Errázuriz, La manzana de Adán, 1989


Alicia Lamarca,  Noches de San Valentín en el Edén, 2007